Cuando la ropa que usa un mandatario copa medios gráficos, audiovisuales y cibernéticos, y todo eso se etiqueta bajo la categoría de “política” o “el país” algo anda mal. Muy mal. La amplia cobertura mediática de las calzas que usó la Presidenta en un acto en Ezeiza da cuenta de un fenómeno que diagnosticó Juan José Sebreli el año pasado, con el título de un libro eminentemente freudiano: “El malestar de la política”. La radiografía, llamada a mostrar el nervio de la dirigencia contemporánea, puede calcarse para el periodismo, constituyendo, así, un “malestar del periodismo”.
Como todo diagnóstico, dicha afección se hace visible a través de síntomas. Síntomas de los cuales el episodio citado conforma sólo su máxima cristalización. No hace falta llegar a las calzas para divisar esta cuestión, aunque ello constituya el paradigma de lo que estamos tratando de explicitar.
Las secciones de política de los medios, en la actualidad, se mueven en un declaracionismo preocupante, un juego de trascendidos, un uso más que imprudente del off the record, y un conjunto de excepciones que se transforman en regla sin ningún tipo de pudor. Las columnas radiales se mueven en torno a qué dijo A, qué respondió B y qué interpretó C. Los semanarios de noticias parecen haber abandonado las investigaciones, para cruzar acusaciones cuasi infantiles de un grupo económico a otro.
Ahora bien, el problema no es el juego dialéctico (propio del ejercicio político deudor de la retórica grecorromana) que allí se fomenta, sino el modo en el que se enfatizan y se subrayan estas discusiones. Que un senador le dijo “atorrante” a un empresario opositor, que una diputada fue escotada a asumir su banca, que un ministro está en primera fila y con bonete, que un Presidente se aloje en una habitación ostentosa en una gira mundial…
¿Es todo eso lo que realmente constituye una sección de “política”? ¿O la política pasa por dar cuenta que el director de una empresa estatal no pueda explicar por qué no presenta balances (por poner solo un ejemplo?) ¿No son esas las cuestiones que hacen a la política económica y a la columna vertebral de un país?
Todo indicaría que no. Estamos ante el Zeitgeist del detalle (y de títulos con interjecciones revolucionarias)
Si a todo esto le sumamos que a los periodistas les encanta hablar sobre si un intendente del conurbano “juega o no juega”, y más aún, se regodean en deslizar que cuentan con información que otros no (cuando el único mérito que aquello tiene es tener un contacto –en el más inocente de los casos-), el diagnóstico parece ser bastante más preocupante que un “malestar” (con algunas excepciones: hay trabajos periodísticos actuales que intentan escapar a esta lógica del detalle).
Como sea, este fenómeno parece responder a un clima de época periodístico en el cual el “detalle”, como decíamos, es más importante que el fondo de la cuestión. Esta concepción no constituye sino los efectos de una cobertura mediática que se dedica a la “política” de un modo bastante particular. Un modo que reproduce la (ya burda) sociedad del espectáculo que conformamos día a día. Con los medios que consumimos, fomentamos y, de cierto lado del mostrador, construimos (mea culpa, nobleza obliga).
Se hace necesario, a esta altura de la argumentación, tener en cuenta la otra cara de este diagnóstico: quizás sea la actividad política misma, la casta dirigencial, la que esté estimulando este tipo de construcciones sociopolíticas (tesis, a grandes rasgos, de Sebreli en su libro). Quizás desde arriba no haya una forma de construir que estimule a que el periodismo se mueva en torno a discusiones más maduras, aunque resulte difícil creer que los medios de comunicación se interesaran en otro tipo de mercancías.
Y es aquí donde podemos pensar que esta concepción que utiliza Sebreli de “El malestar de la política” (deudora sin dudas de Habermas y su “Transformación estructural de la esfera pública”) es una herramienta que tiene un valor muy grande para pensar esta afección social, sin importar para qué ni para quién sea la publicación citada (siendo conscientes, sobre todo, “contra” quién escribe Sebreli, -el kirchnerismo, en particular, y los movimientos populistas, en general-).
Este malestar expresa, como se puede inferir de la lectura de Sebreli, el nivel de inmadurez que la dirigencia política argentina manifiesta (tesis plausible de ser discutida, que no estamos tratando en profundidad aquí –y que su mención no implica inmediata adhesión, sino el disparador de una herramienta analítica-).
Quizás el periodismo argentino debería empezar a entender que cuando le demanda a la dirigencia política un grado más elevado de madurez, antes tenga que mirar para adentro y ver qué tipo de noticias está estimulando en sus redacciones, estudios radiales y televisivos.
Mientras el Zeitgeist del detalle prevalezca, las calzas seguirán siendo cuestión de Estado. En cuyo caso, deberíamos dejar de llamar a esas secciones de las primeras páginas de los diarios «política».
Porque todo eso no es la política.