Salud, dinero y política: la medicina sanitarista

Publicado en Revista Brando

Mientras la medicina hiperespecializada contemporánea se aleja cada vez más de las necesidades básicas de la atención primaria, el enfoque sanitarista propone algo tan simple como abordar las enfermedades en función del entorno sociocultural en el que se desarrollan.
El doctor Ignacio Pizzo, médico generalista de la Casa de los Niños Pelota de Trapo, en Avellaneda.

Corría apenas un mes de iniciado el ciclo lectivo 2016 en la provincia de Buenos Aires. La alarma se encendió luego del tercer o cuarto caso. Pasaron unas horas y ya eran cientos los chicos afectados. Al cabo de una semana y media, un brote de gastroenterocolitis se había adueñado de más de 400 alumnos en Berazategui. Las autoridades del municipio tuvieron que suspender las clases en 65 escuelas del partido del sur bonaerense mientras la desesperación y el desconcierto se esparcían tan rápido como la bacteria misma, que dejó dos chicos muertos. Pero la situación no era sino un caso muy visible de algo que aún sucede día a día en Argentina: la persistencia de afecciones y enfermedades más cercanas al siglo XIX que al XXI.

Los medios lo cubrieron con la extrañeza de toda anomalía, pero lo que pasó como un hecho atípico y aislado tuvo en realidad mucho que ver con el estado de la salud pública en el país, donde desde hace años la población tiene que lidiar con virus y bacterias de eclosión decimonónica como la lepra, diarreas virales, tuberculosis. Pero no solo ellas: otras como el Chagas aparecen entre la población mucho más de lo que se cree, solo que bajo una cobertura mediática golondrina. Se habla de ellas poco y nada y, cuando se lo hace, es por un caso masivo con el diario del lunes.

La primera pregunta que se impone es por qué persisten estas enfermedades en 2016. Y la segunda, claro, cómo prevenirlas. Ambas respuestas están íntimamente relacionadas: persisten porque son enfermedades «de pobres», para las cuales el Estado no hace sino profundizar el hiato con la sociedad civil. Y se podrían prevenir, en gran parte, con un cambio de paradigma y una vuelta a las bases del sanitarismo, una corriente centrada en la medicina social que, si bien fue aplastada en Argentina, tuvo su momento de esplendor con Ramón Carrillo, creador del Ministerio de Salud Pública en 1949. Su premisa más básica: la gente se enferma de lo que trabaja, del lugar en el que vive y de los vínculos sociales con su barrio, su municipio y su provincia. Parte de la solución es más simple de lo que parece, pero demanda una voluntad política que transforma la situación en una ecuación extremadamente compleja.

Esta suerte de holismo entre el ciudadano y su entorno se ha perdido como política de Estado y, en parte, su detrimento explica la vigencia de enfermedades que desde la perspectiva médica se consideran ya resueltas. El sanitarismo, sin demasiada popularidad en la Argentina actual, pretende advertir, pero, sobre todo, solucionar estos problemas que, más allá de tener una manifestación médica, no son sino la consecuencia de un sistema social inequitativo.

«Todo esto se da en un contexto de cambio de la morbilidad: es decir, de qué se enferma la gente. Hablamos de las enfermedades infecciosas. Yo entro a la salud pública en un momento en el que había cierta euforia ­-mediados de los 80-, porque a partir de la vacunación antivariólica alguien fantaseó con que las enfermedades infecciosas eran cosa del pasado. Desde entonces hasta acá tenemos 90 enfermedades emergentes, algunas desconocidas y otras que son modificaciones de la peligrosidad o resistencia de agentes ya conocidos», explica Mario Rovere, director de la Maestría en Salud Pública de la Universidad Nacional de Rosario y uno de los médicos sanitaristas más importantes no solo del país, sino también de Latinoamérica.

La respuesta inmediata que aparece, entonces, al problema de la persistencia de brotes bacterianos de antaño, como fue el de diarrea en Berazategui, tiene que ver con ciertos factores bien definidos: «Yo estudiaba Salud Pública y el VIH no existía: desde el VIH para acá, la OMS reconoce casi 100 enfermedades nuevas y algunas de ellas son cambios del genio epidémico de enfermedades históricas. La tuberculosis entra en fase con VIH. Como bajan las defensas, la tuberculosis noquea al paciente, viene recargada», explica el especialista.

Mientras la medicina hiperespecializada contemporánea se aleja cada vez más de las necesidades básicas de la atención primaria, el enfoque sanitarista propone algo tan simple como abordar las enfermedades en función del entorno sociocultural en el que se desarrollan.Las claves del enfoque sanitarista están en el contexto en el cual se desarrollan


En segundo lugar, «la migración y los esquemas incompletos de tratamiento aumentan la cantidad de personas que tienen bacterias ya resistentes a los antibióticos. La «superbacteria» preanuncia eso; en la carrera antibiótico-bacteria, la bacteria aprendió más rápido que el antibiótico», agrega Rovere, quien también fue decano organizador de las carreras de Ciencias de la Salud de la Universidad Nacional de La Matanza.

Pero el rompecabezas es más grande y complejo. Aparecen otros factores que exceden lo que la medicina por sí misma puede explicar, para ceder espacio a una visión más integral que tiene que ver con el concepto más amplio de «salud pública», en el que entran a jugar otros factores determinantes que riegan el suelo para que crezcan estas enfermedades. Precisamente a entender esos factores se dedica el sanitarismo. Y ellos pueden ser entendidos a través de una visión social de la medicina, cuyos orígenes hoy olvidados ayudan a entender parte del deterioro de la salud pública del país.

Otra historia

Argentina llegó a ser un faro regional en cuanto a políticas sanitarias, un ejemplo para Latinoamérica. Fue a mediados de los 40, de la mano de Ramón Carrillo. El primer ministro de Salud del país retomó los cimientos de un patólogo alemán, precursor en el siglo XIX, Rudolf Virchow. Su lema era «la medicina es una ciencia social y la política es medicina en gran escala» y su premisa fundamental era el vínculo entre las condiciones de vida y las enfermedades contraídas por las clases bajas. «Esa corriente de medicina social termina un poco con la era infectológica, cuando se descubre el bacilo de Koch, el de la tuberculosis. Se les empezó a echar la culpa a los gérmenes y a los microbios y no al entorno. Por eso, la medicina social trae esta idea», cuenta Ignacio Pizzo, médico generalista de la Casa de los Niños Pelota de Trapo, un centro de atención primaria en Avellaneda.

El sanitarismo, así, hundió sus raíces en el siglo XIX para interpretar los problemas de salud en relación con el entorno en el cual se producían bajo un nuevo paradigma. Hasta ese entonces, las epidemias -que eran como terremotos, ya que ponían en riesgo a poblaciones enteras- eran interpretadas como castigos divinos. A medida que esto cambió, la lógica de las epidemias entra en un contexto más científico y menos místico.

Es en ese momento cuando se da un factor curioso, al menos desde nuestra visión tradicional de la medicina actual: los especialistas en salud no eran médicos. «Las primeras herramientas de respuesta que se tienen son ambientales. Los dueños de la salud pública en la primera fase van a ser los ingenieros», cuenta Rovere, en referencia al vínculo entre el diseño de las ciudades y la salud de la población.

El giro hacia la medicina viene dado por la bacteriología, llegando al final del siglo XIX. «Una vez que se descubre este sorprendente mundo nuevo, que hay vida invisible, el giro de Pasteur le empieza a dar juego y poder a la medicina con herramientas que están más asociadas a la salud pública, a través de los antibióticos y las vacunas», explica el sanitarista. Será recién a principios del siglo XX cuando esta salud pública aparezca más medicalizada.

En el caso particular de Buenos Aires, la historia del sanitarismo tiene sus momentos de brillo. Antes de Ramón Carrillo, un punto central del avance en la salud pública tuvo que ver con una cuestión ingenieril: el edificio de Aguas Argentinas, en la avenida Córdoba. «Buenos Aires es arrasada en 1871 por una epidemia de fiebre amarilla. Eso cambió la historia de la ciudad por completo. El repunte lo empieza a sentir con el Palacio de las Aguas, de Aguas Sanitarias. Ese palacio era sinónimo de modernidad en la Buenos Aires de 1880, representaba la idea de que una ciudad moderna necesariamente es una ciudad con redes de agua potable», detalla Rovere, quien caracteriza el edificio que aún hoy se mantiene en pie como un ícono.

El faro de la renovación nacional iluminó luego la revolución que Ramón Carrillo trajo a la salud pública durante las primeras presidencias de Perón. «Llevó a cabo reformas relacionadas con una planificación centralizada de la salud y con una ejecución descentralizada. Se empiezan a hacer obras en cuanto a hospitales y se logran erradicar enfermedades como el paludismo. Además, se redujeron los índices de tuberculosis y se duplicaron las camas en los hospitales públicos», cuenta Pizzo. En el ambiente, muchos médicos generalistas coinciden en que fue una revolución sanitaria, ya que los indicadores sociales mejoraron mucho. Se bajó, sobre todo, la mortalidad infantil, que era altísima. Con la Revolución Libertadora esto comenzó a deteriorarse. Si bien el sistema repuntó de la mano de Florencio Escardó -otro de los grandes sanitaristas argentinos-, quien creó la Escuela Nacional de Salud Pública en la Universidad de Buenos Aires, el cuadro general abandonó el sanitarismo en Argentina.

La salud del futuro

El problema fundamental de la salud pública persistió: en términos generales, la medicina se dedicó a atender pacientes sin mirar el entorno social. «El modelo médico que forma hoy la Facultad de Medicina responde a las necesidades del mercado. Médicos hiperespecializados con mucha tecnología, que implica tratamientos costosos. Les enseñan a curar, no a cuidar la salud», cuenta Federico Pettinicchio, médico generalista egresado de la UBA y jefe de Unidad del CeSAC 22 (Centro de Salud y Acción Comunitaria) en la Ciudad y del Centro de Salud de La Gloria en Almirante Brown. «A mí siempre me llamó la atención que no tengamos en cuenta el aspecto social de la medicina. ¿Qué es eso de internarte en una sala de un hospital para ver quién es más sagaz para sacar el diagnóstico de una patología rara? En el hospital pasan 10 de cada 1.000 pacientes de una población: el sesgo de la realidad es muy grande y los médicos pensamos que la realidad de la salud es la de un hospital», advierte Pettinicchio. Tanto él como Pizzo son médicos generalistas, la especialidad que se dedica a hacer un seguimiento integral del paciente.

En este sentido, ambos coinciden en que el modelo tradicional de la medicina, al cual llaman médico-hegemónico, queda trunco para entender enfermedades como la tuberculosis o los brotes bacterianos. Sucede que la atención en los hospitales públicos está desbordada y extremadamente burocratizada. No está pensada para la clase trabajadora, ya que se atiende por la mañana, con turnos limitados y sistemas anticuados que dificultan el acceso al paso inicial de cualquier diagnóstico: la primera consulta.

«En la actualidad, está muy fragmentada la medicina, cuando la medicina general en el sistema público viene a tratar de brindar una respuesta diferente. Hoy tenés traumatólogos que son incluso especialistas en manos. Y si eso se aplica como política de atención es un problema, porque fragmentan al ser humano en tantas partes como tiene el cuerpo y le brindan una mala atención al paciente», explica Pizzo. Lo que la medicina general hace, a fin de cuentas, es atender el caso por caso de lo que las políticas sanitaristas a nivel estatal diseñan, o deberían diseñar.

Sus fundamentos se entrelazan con las bases del sanitarismo: conocer el ambiente en el que vive la gente. «El ámbito de trabajo del generalista en sí es el centro de atención primaria. El barrio. En Pelota de Trapo tenemos un sistema de salud que, sin ser estatal, es público, gratuito y accesible. La gente va y se atiende, aparte de los chicos que tenemos en nuestro centro de día, que es La Casa de los Niños. Con las dificultades que esto conlleva, mucha gente no puede atenderse en un hospital porque atienden hasta el mediodía, y nosotros extendemos el horario hasta la tarde», cuenta Pizzo. Según él, un generalista abarca toda la franja poblacional en cuanto a edades y debería resolver el 80% de los problemas más frecuentes de salud.

Mientras la medicina hiperespecializada contemporánea se aleja cada vez más de las necesidades básicas de la atención primaria, el enfoque sanitarista propone algo tan simple como abordar las enfermedades en función del entorno sociocultural en el que se desarrollan.

Mario Rovere, médico sanitarista

Esta concepción de la medicina tiene un antecedente institucional global que fue la Conferencia Internacional sobre Atención Primaria de la Salud de Almá-Atá, en la década del 70, donde se establecía un objetivo de salud para todos proyectado hacia el año 2000, usando como estrategia la atención primaria. Ahí, se instaba a los países del mundo a adoptar el modelo de atención primaria como modelo de gestión. «Es una transformación del sistema de salud, creando una base ancha de accesibilidad y cobertura para la gente, haciendo que los servicios complejos solo funcionen como referencia y no como puerta de entrada. Y, en algunos casos, con diseño de programas de base poblacional: trabajo casa por casa», explica Rovere. La idea era la misma que retoman, con sus diferencias, Pelota de Trapo y los CeSAC. Que los pacientes tengan un contacto más cercano con el médico y que este contenga el conjunto de sus demandas, derivando a hospitales y especialistas solo aquellos casos que ameritan ser derivados.

Este contacto, que puede parecer menor, es clave en la práctica: «Nosotros vemos ahí cuáles son las razones por las que no van a trabajar: quizás la mujer falta porque el marido le pega y es algo que podemos identificar rápido. Nosotros vemos un porcentaje muy bajo de la población, incluso, porque muchos ni van al médico», cuenta Pettinicchio.

La atención médica en la actualidad está en las antípodas de estos modelos de atención primaria. El resultado del combo de una falta de política sanitaria a gran escala junto con la poca inversión en la atención primaria da como resultado un sistema de salud tremendamente ineficiente. Argentina dedica el 9,4% de su PBI a la salud (según datos oficiales publicados en 2015 por un informe de la Subsecretaría de Planificación, dependiente del Ministerio de Salud de Buenos Aires), un número elevado en relación con dos variables: por un lado, el gasto menor de otros países de Latinoamérica, pero, sobre todo, por lo ineficiente que es la contraprestación. «Tenemos un gasto más alto que Costa Rica y Chile, que tienen un índice de mortalidad infantil bajo», explica Ignacio Pizzo. «Argentina sigue en una mortalidad infantil de dos dígitos, está alrededor del 11?. Y hablar de la mortalidad infantil no es menor, porque es un índice indirecto de desnutrición y de pobreza: hablan de las condiciones de vivienda y sociosanitarias del país», agrega.

Al repasar la historia de las políticas de salud pública en Argentina aparecen más pistas para entender el problema de fondo. Rovere, quien fue de la primera promoción de la residencia en Salud Internacional de la Organización Panamericana de la Salud (OPS) en los 80, fue luego consultor de esa organización, conoce gran parte de los sistemas de salud de América latina. Llegó a ser asesor de Salud del gobierno de Evo Morales en Bolivia. Y describe el proceso que atravesó Argentina con precisión quirúrgica: «Nosotros vivimos un ciclo largo de privatización de la salud por una estrategia de baja intensidad: hay situaciones de privatización escandalosa como en Chile o Colombia. Acá ha habido distintas oleadas y distintas bombas de fragmentación, porque para poder capturar los pedazos rentables, había que pulverizar el sistema. En cierta manera, ya desde el 56 hay toda una oleada contraria al modelo de Carrillo y contraria al modelo de nación», explica.

La lógica del capital se impuso sin concesiones, para Rovere, por sobre el cuidado de la salud de la población. «En términos generales, la idea fue ir generando mecanismos para fragmentar la salud pública. Esto de que el Estado compre voluntades de los gremios por la vía de transferencia de dinero a las obras sociales, en realidad, ya es un invento de Onganía. No es algo nuevo, lo actual es que se usó ese mecanismo para cooptar parte del movimiento obrero», opina el sanitarista.

Rovere fue viceministro de Salud de la nación, aunque su experiencia fue muy breve. Reemplazó al entonces saliente segundo del Ministerio, Gabriel Yedlin, los seis meses finales del último gobierno de Cristina Kirchner. Su conclusión sobre los últimos años es tajante: «Yo diría que, a grandes rasgos, desde el año 56 a la fecha no hemos tenido ministros de Salud de la Nación con la camiseta del sector público puesta».

«Lo más suave que puedo decir es que hay cierta confianza en que la salud pública no es algo que pueda incidir o modificar la política. Digo esto porque mi primera sensación es que se cree que la salud pública es un problema esencialmente médico. Los diputados o senadores no piensan en estas cosas, se las dejan a los médicos. Todos rasquetean para entender algo de economía, porque de lo contrario se quedan afuera. De salud pública parece que no hace falta saber, que es un tema hipertécnico. Y ahí vuelvo a las bases: los primeros sanitaristas eran ingenieros o abogados. Esto trasciende la cuestión médica, es una cuestión interdisciplinaria», agrega.

Precisamente en este sentido va la atención primaria. Y esto se ve en los casos como Pelota de Trapo o los CeSAC. La organización de la cual Pizzo es parte deja ver la medicina general en acción: se trata de un espacio de contención para chicos de 45 días a 14 años que tiene, entre otras tantas cosas, una salita o centro de atención primaria. Allí es donde se ve cómo la salud va más allá de ir al médico por una molestia en el estómago: tiene que ver con las condiciones en las cuales se vive. «Pelota de Trapo es una propuesta pedagógica alternativa a través del vínculo y el abrazo. Que puedan sacar un turno y sea accesible, no que tengan que ir a las tres de la mañana. La idea es tratar de generar un espacio diferente, con colores, bello, porque la belleza es parte de la pedagogía. Para el chico es muy importante atenderse en un consultorio digno. Que haya cuadros, colores y una noción de la estética muy importante. Lo que brindamos, que no brindan otras políticas de salud y de infancia, es una respuesta efectiva a la alimentación, la nutrición y la salud», cuenta el médico generalista.

Mientras la medicina hiperespecializada contemporánea se aleja cada vez más de las necesidades básicas de la atención primaria, el enfoque sanitarista propone algo tan simple como abordar las enfermedades en función del entorno sociocultural en el que se desarrollan.El sanitarismo hundió sus raíces en el siglo XIX para interpretar los problemas de salud


Pettinicchio piensa de modo similar. «Nosotros tenemos muchos casos de violencia. En un hospital, probablemente, esos casos se pierdan. La atención en una guardia es caótica. A menos que una persona te diga «me pegaron», hay casos que no se registran. Muchos son de violencia psicológica, no solo física. Mujeres violadas por sus parejas. Al estar cerca, nosotros planteamos una atención de la salud a largo plazo. Por ahí la persona viene hoy y no me cuenta lo que le pasó, pero viene mañana y me va a encontrar. Y se genera una relación de confianza: mis pacientes saben los nombres de mis hijos, cuándo voy, cuándo no. En esa relación de confianza accedés a su vida».

Es esa empatía la que forja un lazo diferente. Pizzo y Pettinicchio, sin conocerse, dicen trabajar con historias de vida, no con historias clínicas. De esa manera, combaten en la trinchera de la medicina general enfermedades que para la mayoría son cosas del pasado. Afecciones que, con una política de rediseño sanitario, podrían ser erradicadas por completo en el país. Los indicios que Mario Rovere da por lo menos marcan esa dirección: quizás el punto de partida sea preguntarse por qué Argentina consiguió promulgar su primera Ley Nacional de Educación en el siglo XIX, pero aún no tiene una de Ley Federal de Salud en el siglo XXI.

 

Artículo original, en Conexión Brando

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